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UN VALENCIANO OLVIDADO: ANDRÉS PERELLÓ DE SEGUROLA (I)

 

   

     



                         Andrés Perelló de Segurola (Valencia 1874 - Barcelona 1953) fue todo un personaje. No como actor del cine español pero sí del de Hollywood, donde trabajó y sintió de cerca el stardust. Queremos desempolvar la vida de este hombre que además fue un celebrado cantante de Ópera y un maestro de actores. Brillante, seductor incorregible,  patriota, elocuente y también enigmático, dejó una huella que por lejana, se va esfumando poco a poco. Aparece en algunas entradas en la Red dedicadas a glosar sucintamente su biografía y centradas en su carrera musical, ya que desde un principio se distinguió por ser un excelente barítono. Cantó en los mejores enclaves operísticos del mundo, cuando se apreciaba la Ópera en todas partes. Segurola fue un abanderado del bel canto en aquellos tiempos, junto a estrellas como Caruso, Giraldoni y tantos otros.  
        Decíamos que aparece en la Red, en páginas dedicadas al bel canto y las grabaciones históricas, pero de su vida privada y su paso por el cine existe poca información. Y ese ha sido nuestro objetivo primordial pese al halo de misterio que rodea muchas etapas de su vida. Con esa intención, nos hicimos con un ejemplar de su autobiografía, publicada en Estados Unidos. En ella, nuestro hombre inicia su relato en el momento en que  ya tiene 20 años y narra sus vivencias hasta  los 50 cumplidos. En unas pocas líneas y en tono humorístico promete contarnos  todo lo que vivió después "Si los inescrutables designios de Dios Todopoderoso me proporcionan más tiempo y los editores norteamericanos no me cierran sus puertas en las narices". No hubo tal segunda parte.

         Nosotros nos centraremos primordialmente en rastrear lo que nadie cuenta, sus datos familiares y esos otros 25 años como profesional del cine. No obstante, el hilo conductor va a ser su paso por los escenarios operísticos y las gentes de ese mundo que conoció y trató. Alguna información nos la ha proporcionado su autobiografía pero ha sido necesario expurgar hemerotecas, registros oficiales y testimonios de particulares para completar el puzzle de su vida. Tendremos además que enmendarle la plana en bastantes ocasiones porque su intención de dar un empaque exótico al relato y/o de ocultar intencionadamente algún nombre -más los olvidos y confusiones propios del tiempo transcurrido- nos obligarán a ello. 
   
        Comencemos pues: Andrés Perelló de Segurola nació en Valencia, el 27 de marzo de 1874. Dos días después, su padre D. Andrés Perelló Guasch, natural de Barcelona, inscribió al recién nacido en el Cuartel de San Vicente de la Ciudad del Turia. Declaró vivir en la Calle de San Vicente números ochenta y uno y ochenta y tres. Manifestó igualmente que el niño había nacido en su domicilio, siendo la madre su esposa, Dª Ramona de Segurola y Aquino (o Alquino), natural de Alza, un barrio de Pasajes en la provincia de Guipúzcoa. No había sido éste el primer matrimonio de Ramona: hubo otro anterior con un hombre apellidado Bayo. Fruto de aquel matrimonio, que mantuvo domicilios entre Madrid y Barcelona, nació el conocido escritor y viajero Ciro Bayo de Segurola. Según dejó éste escrito en alguna de sus obras, había nacido en Madrid y estudiado las primeras letras en los escolapios de Mataró. Su padre falleció cuando él contaba quince años (circa 1873/1874) y su madre no tardó en contraer nuevo matrimonio, lo que le convirtió en hermanastro de nuestro protagonista y del que probablemente fue padrino en su bautismo. Todavía llegó Ciro a convivir en el domicilio familiar de Valencia siendo estudiante de bachillerato, pero no tardó en levantar el vuelo por primera vez, escapándose de casa. De sus innumerables andanzas por todo el mundo y de las obras por él escritas existe abundante información en la Red.


La calle de San Vicente de Valencia, a principios del Siglo  XX


        No sabemos qué hacía la familia en Valencia, no lo aclara el interesado, pero sí hemos averiguado que el 26 de diciembre de 1875 falleció el padre, Andrés Perelló Guasch, según consta en los registros del Cementerio Municipal de dicha ciudad. Tres años más tarde, en 1878, Ramona de Segurola habría dado a luz una niña a la que pusieron de nombre Mª Desamparados. No sabemos si nació en Valencia ni el nombre del padre. Recientes pesquisas sitúan a Ramona de Segurola en Barcelona, en la calle Avellana número 1, donde falleció el 18 de junio de 1879, a los 40 años de edad. Por otra parte conocemos gracias a las memorias de Andrés lo que su hermana le confió siendo ya adultos. Amparo le dijo: "Cuando tú tenías cinco años y yo tan solo uno, perdimos a nuestros padres. Primero a él, y casi enseguida a ella".  En el testamento y últimas voluntades de Ramona, que imaginamos otorgó estando ya gravemente enferma, designó a unas personas de su confianza (pertenecientes a la nobleza o a la alta burguesía) residentes en Barcelona, como tutores y custodios de los niños y de su patrimonio. Siguiendo la conversación con Andrés y hablando de dichos tutores, Amparo le dijo también: "El mismo día del funeral de nuestra madre, al salir de la Iglesia nuestros tutores nos separaron, ya que habían decidido no criarnos juntos. Nos colocaron en diferentes internados religiosos, los mejores y más caros, todo hay que decirlo". "más tarde, cuando tú tenías diez y nueve años y yo quince, te fuiste a estudiar Leyes a Valencia y a mí me enviaron a otro colegio, en Burdeos, de la misma orden religiosa". De este modo tras la muerte de la madre, Andrés ingresó interno en un colegio religioso de Sarriá (probablemente el exclusivo colegio de los jesuitas) y Amparito en un internado de monjas en la propia Barcelona, (probablemente las hermanas de la Sagrada Familia de Burdeos o quizá Urgell). Durante los años que siguieron sólo se veían el uno al otro en algunas navidades o cumpleaños; jamás compartieron las vacaciones estivales. La distancia y frialdad de los tutores hacia los niños les llevó a nombrar un preceptor para Andrés; un farmacéutico domiciliado en Sarriá llamado Joaquín Masvidal. Con la familia Masvidal pasará Andrés muchos domingos y festivos y todas las vacaciones de verano en Rines, estableciéndose con los años una fuerte relación afectiva. De la calidad humana de D. Narciso da fe Andrés a lo largo del libro, destacando que siempre tuvo en él un consejero en los momentos complicados de su vida.
    

Sarriá hacia 1900. Barrio de Sant Ignasi y colegio de los jesuitas.


        Terminado el bachillerato, y llegada la hora  de optar por unos estudios universitarios, Andrés manifiesta su deseo de matricularse en la Facultad de Derecho....pero en la de Valencia. Estamos en 1890. No sabemos porqué aquel joven, conociendo perfectamente Barcelona, teniendo allí una familia, amistades forjadas a base de años de convivencia escolar y excelentes relaciones sociales, eligió estudiar en la -entonces- Universidad Literaria de la calle de La Nave. No lo aclara el interesado en su biografía. Lo cierto es que efectivamente marchó a la Ciudad del Turia a estudiar e iba pasando de curso sin dificultad. Sí nos desvela en su obra que año tras año acudía también al Conservatorio Superior de Música de dicha ciudad, casi recién inaugurado, donde recibía instrucción por parte de D. Pedro Varvaró Catalano (Segurola lo llama Pietro Farvaró) un palermitano afincado en Valencia que formó parte del primer Claustro de la Institución como profesor de Canto.
 

Edificio de "La Nave" antigua sede de la Universidad.
Desde 1881 y en la cercana plaza de San Esteban
 se encontraba el Conservatorio de Música.
 


        Y como decíamos, es a partir de aquí donde comienza el relato de su auto-biografía. Nos cuenta que en diciembre de 1894, cursando cuarto año de Derecho, recibió una carta de su hermana enviada desde el internado de Burdeos pidiéndole que se encontrara con ella en Barcelona para pasar juntos las vacaciones de Navidad y Año Nuevo. Llevaban dos años sin verse. A sus veinte años de edad Andrés había ya desarrollado una personalidad que le hizo acometer el viaje a su manera. Por aquel entonces existía la línea férrea Valencia-Barcelona que permitía llegar a la Ciudad Condal haciendo un simple transbordo en Tarragona. Pero Andrés decidió ir en barco. Tomó el vapor Cervantes de la naviera Cola y Maicas que disponía de acomodación de primera y tras 28 horas de viaje, contemplando en todo momento la costa mediterránea y comiendo y bebiendo a todo tren, arribó finalmente a Barcelona, donde se reunió con Amparo. Fue el primero de sus muchos viajes en barco cruzando los océanos.


Era ya un mocetón, elegante, siempre
 con su monóculo y una flor en la solapa.


          Una vez en la Ciudad Condal, ambos hermanos acuden con sus mejores galas al Gran Teatro del Liceo. Era la temporada de Ópera, se representaba Manon y la soprano protagonista era la rumana Hariclée Darclée. Naturalmente, Andrés -que no se para en mientes alabando su belleza, su voz y su presencia en escena- se enamora perdidamente de ella. Acudió para admirarla de nuevo en la siguiente representación y quiso el destino que un amigo suyo, "el atractivo Luis Mercader, perteneciente al linaje de los Condes de Benlloch", fuese el galán acompañante de Hericlée Darclée durante su estancia en la ciudad. Pensamos que el nombre del tal Luis Mercader está disfrazado; práctica frecuente en la narración de Segurola, bien por desmemorias puntuales o para preservar la intimidad ajena. El personaje sería en realidad Arnaldo de Mercader, III Conde de Belloch (y no Benlloch).
    
        
Hariclée Darclée (1868/1939). 
Segurola le atribuye origen rumano y más adelante, húngaro.


        Lo cierto es que Andrés, perdido ya el seso por la Darclée,   consigue encontrarse con Luis Mercader en el exclusivo restaurante Lyon d'Or. En dicha entrevista obtiene de su amigo una vaga promesa de ser presentado a la cantante, pero, conocedor de su vocación musical, el amigo le invita a una recepción en el domicilio barcelonés de sus padres, los Condes de Belloch en el Paseo de Gracia, en la que seguramente habría personas interesadas en oírle cantar. Efectivamente, a primeros de año y en una velada con unos veinte asistentes, Andrés cantó y repitió alguna de las piezas a petición de aquel selecto público. Uno de los asistentes era nada menos que Isaac Albéniz, quien le dijo que no había nacido para ser abogado sino cantante; que se olvidara de los polvorientos libros de Leyes.    
        El sábado siguiente, y rodeada de autoridades, Hariclée acudió como invitada para cantar en el monasterio de Montserrat. Y, como no, además de las numerosas personalidades del espectáculo y la alta burguesía que la escoltaban, allí estaban Luis Mercader y Andrés (imaginamos que dándose codazos), deseoso éste último de conocerla. Mercader cumplió su promesa y lo presentó a Hariclée como el Conde de Segurola. El caso es que terminaron cantando a dos voces algunas piezas sacras en el interior del templo. Aquello fue la chispa que encendió la pasión entre la diva y Andrés. Días más tarde, éste fue invitado por ella a subir al escenario y cantar a dúo algunos fragmentos de Ópera; con esta maniobra, prácticamente "lo metió" en la Compañía para el resto de la programación. 



El nombre de Andrés aparece al final del reparto.
 Pero ya se había hecho un sitio...


            La aventura trajo a Andrés algo bueno y algo malo. Su relación con la soprano y la recomendación de ésta habían provocado que le ofrecieran ya un contrato. La otra cara de la moneda fue que el contrariado Luis Mercader le desafiara a batirse en duelo. El arma elegida fue el acero "a primera sangre". Cuando por fin se batieron y antes de medio minuto Andrés había alcanzado ya, sin mayores consecuencias, a su oponente quedando zanjada la cuestión. Segurola no tiene ningún empacho en contarnos que durante sus cuatro años en Valencia había sido un esgrimista amateur bastante bueno, pero que además, durante los cuatro meses anteriores al duelo (¿...?) estuvo recibiendo clases nada menos que del Barón Athos di San Malato, un famoso instructor de esgrima. Añade además que su oponente, herido sin consecuencias, le dijo: "Gracias Andrés, por no haber aprovechado tu superioridad. Eres todo un caballero". 
 
        1895 fue de este modo un año clave para Andrés. Su debut profesional se produjo el domingo de Pascua de ese año, formando parte del elenco de Los Hugonotes, la popular ópera de Meyerbeer que abría  temporada en el Teatro del Liceo. Fueron sus intervenciones muy aplaudidas pero su inicio como profesional de la farándula y el abandono de los estudios disgustó sin duda a sus estirados tutores. Ese año cumplía 21 años, pero por aquel entonces la mayoría de edad se alcanzaba al cumplir 25 años los hombres y 21 las mujeres. 
            
        Desde 1895 hasta 1899, debido a la fama adquirida en Barcelona, fue contratado para cantar en Italia y Sudamérica. En Roma, durante la tercera representación de Fausto en la que encarnaba a Mefistófeles, un fallo de la maquinaria le hizo caer -literalmente "de culo"- desde un metro de altura. Guardó varios días de cama y tuvo que ser operado de un abceso, pero una vez restablecido totalmente y ya en Milán, su adorada Hariclée se encargó de mimarlo. Estando en Italia recibió una carta del joven Director de Orquesta Arturo Padovani, en la que le invitaba a unirse a su Compañía de Ópera en una gira por Sudamérica. No se lo pensó dos veces. De Milán marchó a París y de allí a un puerto cercano a Burdeos donde, el 12 de Abril de 1897 embarcó con destino a Valparaíso, Chile. 


El vapor Oropesa, cubría el trayecto hasta Chile
 en 34 días, haciendo varias escalas. 


        Segurola fue siempre un enamorado de aquellos largos viajes por mar, eso sí, con la mejor acomodación. Podemos asegurar que no se aburrió jamás. Paseaba siempre su porte distinguido -monóculo, flor en la solapa y bastón- por los puentes y cubiertas de primera. Comía y bebía bien, contemplaba las puestas de sol y le encantaban las partidas de naipes que terminaban al amanecer; igualmente disfrutaba en las fiestas como el Paso del Ecuador y nunca le faltaba compañía femenina. En esta ocasión, viajaba también formando parte de la Compañía la soprano Linda Rebuffini (En el libro, Bella Rebuffini) quien, según nos confiesa él mismo, se convirtió en la principal atracción de su viaje. No obstante sus inclinaciones mundanas, se sintió conmovido por la situación de una joven francesa, pasajera de tercera clase que viajaba a Chile para reunirse con su marido. Esta muchacha de diez y nueve años había dado a luz gemelos en plena travesía y Segurola organizó una velada benéfica para aliviar la penosa economía de la joven madre. 
        Tras una breve escala en Río de Janeiro y otra en Punta Arenas, el Oropesa enfiló hacia el Cabo de Hornos para doblarlo y  penetrar en la inmensidad del Pacífico. Nuestro hombre, insensible al zarandeo del buque propio de aquellas aguas, declara que aquel viaje transoceánico hizo nacer en él un profundo amor hacia el mar. 


El Cabo de Hornos "donde termina el mundo".


        En Santiago de Chile se muestra sorprendido por todo: los aguacates, las empanaditas, las carreras de caballos, las cuecas o danzas tradicionales, los excelentes vinos Subercasseaux y sobre todo las mujeres, que le lanzaban -nos cuenta- furtivas miradas: Aquel famoso joven de veintitrés años, cantante de Ópera, que lucía el primer monóculo que habían visto en su vida, las atraía y las tenía intrigadas. Cantó allí obras de su repertorio Mephistophele, Romeo y Julieta, y otras nuevas que había estudiado durante el viaje: I Puritani, El Rey de Lahore, Mignon o Le Prophet...Conoció en Santiago de Chile al riquísimo matrimonio Mc.Lure y a través de ellos al Presidente del País, Federico Errazuriz para quien cantó en sesión privada. También le fueron presentados Pedro Montt, inmediato sucesor en tan alto cargo y la esposa de éste, Sara del Campo, considerada la mujer más hermosa de la sociedad chilena. 
        Por razones de salud el socio de Arturo Padovani se volvió a Italia y los miembros de la Compañía decidieron formar una cooperativa que garantizase el normal funcionamiento de la misma, nombrando Director a Segurola por su conocimiento de la lengua de aquellas tierras. No sin alguna protesta, su espíritu joven e intrépido le llevó a aceptar el reto. De Valparaíso, la Compañía se desplazó  -por mar, ya que no había un ferrocarril que bordease la costa- a Lima, capital del Perú, con singladuras profesionales en varios puertos intermedios. En Iquique (última ciudad chilena en el que actuaron) los cooperativistas decidieron que Segurola marchase a Buenos Aires a contratar más personal: les faltaba una soprano especialista, una contralto menos quisquillosa e irritable que la anterior, y el grupo de baile necesario para las representaciones previstas en Lima.
        No olvidemos destacar el espíritu científico de Segurola, su enorme curiosidad que le lleva a fijarse en los benéficos efectos del mate en la dieta de los gauchos -casi exclusivamente cárnica- o los fascinantes bancos de sardinas, enormes nubes plateadas que se movían con celeridad en las aguas del puerto de Iquique. Todo le llamaba la atención.
        Para cumplir con su nuevo cometido, Andrés toma otro barco que le lleva de regreso a Valparaíso. En dicha travesía conocerá al Conde Macchi di Cellere el cual, liquidados sus asuntos diplomáticos en Lima, se proponía también cruzar los Andes para llegar a Buenos Aires, donde habría de ostentar el cargo de Embajador de Italia; se hicieron muy amigos y Segurola lo volvió a encontrar años más tarde como Embajador de Italia en Washington. 




        Cruzar de Chile a Argentina en aquellos tiempos era una empresa harto dificultosa. Normalmente el viaje se hacía por este orden: comenzaba con un tren, venía después otro de vía estrecha y por último coche, diligencia, y mulas o caballos, todo ello dependiendo del estado de los caminos y del espíritu de los viajeros, que habían de seguir en todo momento las instrucciones de los guías. El sistema montañoso de los Andes tiene picos de gran altitud como el Aconcagua, de más de 6.000 metros de altura. (Generosamente, Andrés nos dice que sólo le supera el Everest, que en realidad tiene más de 8.000). Al tercer día de su partida llegaron a una localización en la que el camino se bifurcaba. Allí se podía elegir entre el camino descendente, practicable en carreta, o el ascendente, que suponía subir a más de 4.000 metros de altitud. La ascensión había de hacerse con mulas o caballos. (Aquí aclara Segurola que la elección dependía de la habilidad y la fortaleza intestinal del viajero). Él, como pueden Vds. imaginar, optó por montar un caballo ya que también había sido jinete en su juventud. 
        De nuevo el inquieto y curioso Segurola nos narra las molestias de algunos viajeros, que sufren el soroche o mal de altura. Le sorprenden y nos relata los caprichosos movimientos de las nubes bajo sus pies o los cercanos rugidos de los pumas, los leones de los Andes, que escuchó desde su cama  en el albergue de Las Cuevas.
        Doce días después de su llegada a Buenos Aires y cumplidas sus gestiones, emprendía el regreso en sentido contrario. La única diferencia -señala- es que llevaba consigo un variopinto elenco de artistas: Doce bailarinas, su prima ballerina acompañada de su pareja; Olga, una robusta muchacha rusa que con frecuencia hacía también papeles masculinos, un contralto de moderada corpulencia y una coloratura soprano (una especialista) llamada Lina Cassandro, muy atractiva, simpática y desenvuelta que se convirtió en la mascota del grupo durante todo el viaje. Se desarrolló éste sin nada especial que narrar salvo - escribe Segurola en plan Phineas Fogg- un retraso de dos horas para el almuerzo que les esperaba en una cantina de El Salto del Soldado, en la misma frontera con Chile.

  
El Salto del Soldado.



         Una vez en Perú, además de hacer por su cuenta numerosas excursiones, fijarse bien en las mujeres de aquel País, parecidas según él a las andaluzas y perder con todo ello algunos kilos, no le quedó más remedio que organizar la temporada de Ópera, de la que -se dolía- había aceptado ser el Director. No obstante, sale aquí por primera vez el Segurola patriota. Como haría un ciudadano de otro país colonial, no habla de genocidio ni de ningún expolio perpetrado por su País: nos habla de los encantos de Lima y de su Universidad, fundada por los españoles en 1551, tan sólo 59 años después de la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Continente. 
        Tres meses duraron sus actividades por aquellas tierras, haciendo como siempre amistades provechosas y sacando adelante el arte de su oficio. Por fin su agente Carlo Dormeville le comunicó por cable que se le esperaba en Milán desde hacía tiempo para discutir su contratación como bajo en la temporada de Lisboa. Quizá tal contrato era ya cosa perdida, pero marchó rápidamente a Europa aunque con pocas esperanzas de llegar a tiempo. De su estancia en tierras americanas sacó las siguientes conclusiones: "habían sido (aquellos meses) como un tratamiento a base de vitaminas que ensancharon mi mente, fortificaron mi carácter, regularon mi imaginación y mejoraron mi entendimiento". 
    Ya en Milán y con la temporada de Ópera en marcha, acudió como espectador a la Scala para asistir a la representación de Louise del francés Charpentier. Al final del primer acto, saludando por los pasillos se encontró frente a frente con  José Pacini, director del Teatro de la Ópera -o Teatro nacional- de Lisboa. Se reconocieron mutuamente y a causa de su simpatía y naturalidad Andrés quedó contratado para la capital lisboeta. Aquella representación de Louise fue muy especial para él: por una parte conoció a Pacini y obtuvo un contrato; por otra, al final de la representación y ya en los camerinos, le presentaron a Livia Berlendi, la exitosa Louise que, pocos años más tarde se convirtiría en dueña de su corazón. ¡Vaya con Andrés...!


 Livia Berlendi (1875/----).


             En Lisboa sucedía algo muy particular: la asistencia de la Familia Real al completo a las representaciones de Ópera en el Teatro Nacional San Carlos, arrastraba a toda la buena sociedad de la capital. En aquel coso cantaban los más famosos y bien pagados artistas del momento y esta serie de circunstancias provocaba que en aquella ciudad de apenas 400.000 habitantes con una breve temporada de Ópera, un nutrido  público de todas las clases sociales llenase el Teatro desde el patio de butacas hasta la última galería, representación tras representación.  
            Durante su estancia en la capital de Portugal, Segurola cantó en varias representaciones. Su don de gentes le acercó al Conde de Mesquitella y éste a su vez le puso en contacto con el Rey Carlos I y su esposa, Amelia de Orleans. Conquistó a los monarcas con su simpatía y su desenvuelta personalidad y ellos le agasajaron en más de una ocasión. En una recepción en palacio, Segurola les dedicó un recital de dos horas. Por otra parte, y debido a su incorregible espíritu seductor, vivió una trapisonda provocada por las sopranos Elena Theodorini y Amelia de Roma, quienes, siguiendo la costumbre que imperaba entre las divas y sus amantes ocasionales, enviaron sendos billetes concertando citas con los caballeros que les interesaban, pero hubo una equivocación y el de la Theodorini, que estaba encaprichada de Segurola, fue a parar a manos de su Alteza Real el Duque de Oporto, quien por su parte esperaba encontrarse con Amelia de Roma. Cuando el duque se presentó en los aposentos de Elena, Segurola ya estaba allí. No queriendo protagonizar un conflicto con la nobleza se excusó elegantemente y los dejó solos. Regresó minutos más tarde y, en efecto, las cosas se habían aclarado y el Duque había acudido a la cita que le correspondía. 


La rumana Elena Theodorini.(1857/1926)

        
          La tarde de su última representación en Lisboa, Segurola fue invitado por Pacini para almorzar al día siguiente con dos adinerados empresarios argentinos: querían llevar a la Ópera de Buenos Aires a Regina Pacini, arropada por su hermano y también por nuestro hombre. Merced a su amistad con Pacini declinó una oferta para el Covent Garden y se lanzó de nuevo a cruzar el Atlántico: esta vez de Génova a Buenos Aires a bordo del vapor italiano Sirio. En la capital argentina y durante los meses de su invierno -mayo, junio, julio, agosto y septiembre- eran habituales las largas temporadas de Ópera y Teatro, con los mejores profesionales traídos de Europa. Allí competían, sobre todo, el Teatro Politeama y el Teatro de la Ópera.
 
    
El tristemente famoso vapor Sirio. Naufragó frente
 a las costas de Cartagena (España) en Agosto de 1906,
 con numerosos inmigrantes italianos a bordo. 


        
          La Compañía abrió la temporada con Aida. La siguiente noche fue la presentación de Regina Pacini en el papel de Rosina de El barbero de Sevilla. Una de las personas que conoció Segurola en Buenos Aires fue el Doctor -en Leyes- Marcelo de Alvear. Aquel joven descendiente de españoles, perteneciente a la alta sociedad bonaerense y extremadamente atractivo y elegante, era también un gran enamorado de la música. En una de las jornadas en el exclusivo Jockey Club, Alvear le expresó su deseo de ser presentado a Regina Pacini, y Andrés le prometió hacerlo al final del tercer acto de Lucia de Lammermoor, dos días después. Cuando anticipó el asunto a la interesada, Regina reaccionó de modo inesperado. "¿Alvear? -dijo- No, querido. Ya he conocido a un Alvear, un grosero, y ha sido suficiente para mi". Debió tratarse de otro Alvear, como se verá.


La soprano Regina Pacini.(1871/1965)


         De nada sirvieron los ruegos de Andrés hasta que, estando con Alvear entre bambalinas, presenciando cómo Regina salía una y otra vez a agradecer las ovaciones del público, ésta al pasar junto a nuestro hombre y su acompañante, les sonrió diciendo: "Venid a mi camerino". Segurola recordaba que les recibió vestida con una bata de encaje y la cabellera suelta. Inmediatamente se dio cuenta de que aquello era un flechazo en toda regla. Marcelo de Alvear la siguió hasta Europa, hasta Lisboa para ser precisos, donde pasó toda la temporada de invierno para estar cerca de ella. La Compañía se trasladó a Sevilla para la temporada de Pascua y allá se fue también Alvear. Lo cierto es que aquella historia de amor terminó en matrimonio, seguida por todo el pueblo argentino aunque con las previsibles opiniones encontradas, ya que la alta sociedad bonaerense la seguía considerando una cómica indigna de casarse con un prócer de la Nación. El caso es que disfrutaron una larga vida en común, propiciada -según cuenta en sus memorias- por Segurola, quien hizo posible su primer contacto.


El matrimonio Alvear-Pacini en su madurez.

 

         Entre las temporadas de Buenos Aires y la de Lisboa, nuestro hombre disponía de un mes por lo que aceptó el ofrecimiento del Director del Liceo de Barcelona, Alberto Bernis, para actuar en la Ópera Robert le diable de la que se habían programado cuatro representaciones. También en Barcelona debía Andrés reunirse con sus tutores, custodios de su herencia desde la muerte de su madre hasta que él alcanzase la mayoría de edad. Estamos pues en 1901 y Andrés tiene 25 años cumplidos. Su ánimo, ante perspectiva de hacerse con un buen dinero y además de cantar ante sus amigos y conocidos barceloneses se vió empañado por una triste noticia: Su hermana Amparo había decidido tomar los hábitos en la misma Orden en que ingresó de niña como interna. Nadie parecía saber el motivo, incluidos sus tutores, quienes le informaron que no podría verla hasta el siguiente domingo, único día de visita. Durante los tres días que tuvo que esperar, la mente de Andrés no tuvo un momento de reposo. ¿Porqué? -se preguntaba- a la vez que en su mente hacía mil conjeturas sobre los posibles motivos que habían llevado a Amparo a tomar tal decisión. No pudo ni estudiar, ni cantar ni dormir hasta que llegó el domingo.




         Una vez en el convento y mientras esperaba tal y como le habían indicado en una sala destinada a las visitas, Andrés pensaba en los posibles argumentos que podría esgrimir para evitar que su hermana siguiese adelante. Por fin apareció Amparo, con el hábito blanco de novicia, pero fue ella quien empuñó la batuta: Recibió a su hermano con una amplia sonrisa, tomó el ramo de rosas que éste le había llevado y las entregó a la monja que estaba de plantón para que adornaran el altar de la Virgen. A continuación le habló dulcemente, exponiendo sus recuerdos y sus razones: como es sabido, sus tutores la enviaron al internado de Burdeos donde, según contó a su hermano, estuvo siempre encerrada, sin el privilegio de sus compañeras que eran recogidas los domingos para pasar el día con sus familias. 




         Veía pues a su hermano en contadas ocasiones. Le recordó las Navidades de 1895, cuando se reencontraron en Barcelona: ambos habían notado la falta de confianza, el cómo habían sido sus vidas, siempre alejados el uno de la otra... les faltaba el haber convivido más y por ello se sentían extraños, incómodos. Finalmente y en pocas palabras concluyó diciendo que había vuelto sus ojos hacia Dios en busca del afecto y el calor que siempre le faltó; Que él no iba a perder a su hermana por ello sino todo lo contrario: que siempre que estuviese en dificultades debía pensar en ella, más próxima a Dios y siempre rezando por él. Andrés besó su mano, se secó las lágrimas  y se marchó.
        Nunca más se volvieron a ver. Amparo se hizo misionera y anduvo por Asia e Hispanoamérica. Terminó sus días como madre superiora de su orden en Buenos Aires, donde finalmente falleció a los 49 años de edad en enero de 1927. Nunca había tenido la Orden una superiora tan joven. 


        De Barcelona, Andrés marchó a Milán, donde pasó una semana con el fin de ver a su agente. Pero ello le dio la oportunidad asistir al Teatro de la Opera donde se representaba la ópera Fedora interpretada por la aclamada Gemma Bellincioni y un joven y desconocido Enrico Caruso. Cuando éste cantó el primero de sus solos -Amor ti vieta- el público enloqueció de entusiasmo. Segurola nos cuenta que aquella noche fue el acta de nacimiento del más popular, admirado y querido tenor que el mundo haya conocido. Segurola y Caruso fueron amigos como profesionales y como compañeros de juergas hasta la muerte del italiano.

Gemma Bellincioni. (1864/1950)


        Tras aquella breve estancia se desplazó de nuevo a Lisboa para la temporada de Ópera. El día de Navidad fue invitado a almorzar en la residencia de Regina Pacini. A los postres, su hermano José Pacini anunció que Caruso había firmado para cantar Rigoletto en Lisboa y Milán, y que su pareja artística iba a ser Lina Cavalieri, una maravillosa joven italiana, protegida del mandamás de la mayor naviera italiana. Aquella encantadora demi-mondaine había sido preparada concienzudamente para hacer de ella una cantante de Ópera. Y Pacini le pidió a Segurola que velase por ella en todo momento. No podía imaginar éste -según nos cuenta- que aquella joven iba a convertirse más adelante en una de sus más queridas amigas. 


La soprano Lina Cavalieri.(1874/1944)

         
        El caso es que pesar de estar arropada por todo el equipo artístico -capitaneado por un embelesado Segurola- Aquella Fedora supuso un triunfo apoteósico para Caruso, pero el público no dejó de mostrar su rechazo hacia la Cavalieri. Pensaban que su belleza no justificaba en absoluto su inmadurez vocal. Tras aquella única aparición, la soprano abandonó Lisboa. La temporada continuó sin mayores complicaciones y al terminar, la Compañía se trasladó para cubrir una temporada de cuatro semanas en Sevilla.
         Andrés, amén de ensalzar la importancia y las bellezas de aquella ciudad, y destacar el hecho de Sevilla fuese la localización más frecuente en las tramas operísticas, nos cuenta que cantó Ópera como siempre pero también un Miserere en la catedral, con asistencia de las mayores autoridades eclesiásticas. 




        Disfrutó de un almuerzo en el yate Marusia invitado por su propietario: Antonio de Orleans, Duque de Montpensier y cuñado del Rey Don Carlos de Portugal. Terminó siendo una completa velada a bordo, con bailarinas y música, el buque fondeado frente a la Torre del Oro. A las dos de la madrugada pidió regresar a tierra pero no pudieron complacerle. El Duque le ofreció entonces que ocupase el alojamiento de su hermano Felipe, que no viajaba con ellos en aquella ocasión. Al mostrarle el lujoso camarote le contó que en aquella misma cama había perdido la virginidad Alfonso XIII, asistido por una famosa y bella cortesana. Días más tarde, Segurola vivió otra experiencia poco común: subir a la Giralda montado a caballo, como lo hiciera Fernando III muchos años atrás.
     Abandonó Sevilla con destino a Barcelona donde buscó refugio y descanso en Sarriá, en el domicilio de su antiguo preceptor. Necesitaba reflexionar, hacer un cuidadoso inventario mental y separar lo importante de lo prescindible. Poco le duró el sosiego. Estar en Barcelona le acercó de nuevo a sus viejas amistades: Un tal Ildefonso De Goya, al parecer descendiente directo del pintor, le invitó a presenciar la actuación de una mujer fuera de lo común que cantaba y bailaba en el Edén Concert. La dama en cuestión era en realidad Paola di Monte, una franco-italiana, supuestamente gitana. En su narración, Andrés la llama repetidamente Paula del Manto, no sabemos si por ocultar su verdadero nombre o por confusión senil. Nuestro enamoradizo protagonista vivió con ella el más largo y tórrido romance de toda su vida. Ella era medio novia de un matador de toros llamado Antonio Reverte (en el libro, Reverter), quizá el primer torero mediático ya que sus amores con Paola eran de público dominio e inspiraron alguna copla muy popular.

 
Paola di Monte.


            Encaprichada locamente de Andrés, Paola le hizo coincidir en varias ocasiones con el diestro, quien se comportó siempre con suma elegancia. Una vez más, Segurola aprovecha para enriquecer su relato sabiéndolo destinado al público estadounidense: relata con todo detalle el ambiente taurino fuera y dentro de la plaza y el desarrollo de una corrida de toros. De nuevo nos sorprende con sus comentarios de índole científica: En sus conversaciones con Antonio Reverte se entera del temor de éste hacia algo que en mundo taurino se llamaba el muermo. La palabra, de uso común hoy en día aunque con otro significado, era el nombre de una infección muy temida por los toreros: Se producía cuando durante una corrida, un toro había corneado a un caballo y después a un torero. De este modo se transmitía a la víctima una infección endémica de los equinos pero de gravísimas consecuencias para el ser humano. Búsquenlo en el diccionario: el origen de esta palabra lo ignoran incluso muchos entendidos en tauromaquia.


Otra pose de Paola di Monte.

 
        Reverte marchó a torear a Bayonne, Francia. Paola le siguió para asistir a la corrida y se las arregló para arrastrar consigo a Andrés y a su amigo Goya. Durante el festejo, Reverte sufrió una grave cogida que puso en peligro su pierna e incluso su vida. Aquella misma tarde siguiendo las insistentes recomendaciones de Paola, los dos amigos regresaron a Barcelona; ella quiso quedarse junto al torero para   vigilar su evolución. Añadiremos que finalmente se salvó, pero en su vuelta a los ruedos ya nunca fue el mismo. En Barcelona, Andrés visitó a Albéniz, el famoso pianista y para sorpresa suya también se encontraba allí Pablo Sarasate, el legendario violinista. No hay que decir que entre los tres se permitieron una insólita velada musical. El mundo los perdió muy pronto: Albéniz murió en 1908 y Sarasate en 1909. 
        Mientras tanto, Paola había permanecido en Bayona. Sabiendo que Segurola había de marchar a Londres, le envió un encendido telegrama diciéndole que reservara para ambos una suite en el Hotel Falcon de la Ciudad Condal. Cuando se encontraron, Andrés la notó muy desmejorada y aquejada de una fea tos. Para entonces, los tres meses y medio de estancia en Barcelona en casa de Masvidal llegaron a su fin. Nuestro hombre partió para Milán. Durante su corta estancia en aquella ciudad visitó con frecuencia a Enrico Caruso, emparejado desde hacía tiempo con Ada Giachetti. Poco después se desplazó a Londres, donde se le esperaba, al igual que a otros cantantes, para grabar una serie de discos. 


Enrico Caruso con Ada Giachetti.


        Afortunadamente, Segurola se encontró en Londres con un conocido: el compositor y músico Paolo Tosti, muy bien relacionado con la familia real británica y profesor de música de alguno de sus jóvenes miembros. De hecho fue él quien propició un encuentro de nuestro hombre con Eduardo, el Principe de Gales, quien dejó al cantante hondamente impresionado por su cordialidad. El viaje fue rico en experiencias de ese tipo, pero en cuanto a los discos, la Gramophone Co. Limited comunicó que por dificultades técnicas no iba a ser posible realizar las grabaciones. De allí, Andrés se desplazó a Madrid. 

            De la capital de España, además de ensalzar el Museo del Prado y comentar las magníficas pinturas allí expuestas, nos cuenta que cantó durante la temporada de Ópera del Teatro Real. De este coliseo nos dice que para un cantante de Ópera, cualquiera que fuera su nacionalidad, era un honor y un privilegio formar parte de su elenco.
Actuó en I puritani y en El barbero de Sevilla, coincidiendo con la famosa soprano catalana María Barrientos, aunque curiosamente no hace la menor mención a su común procedencia. Más adelante en su narración, volverá a hacer lo mismo cuando coincida con su paisana, la valenciana Lucrecia Bori, igualmente conocida y admirada.



María Barrientos. (1884-1946)
Lucrecia Bori. (1887/1960) 


                   De la función inaugural de la temporada nos cuenta que, en el palco real, se encontraban el Rey Alfonso, su madre María Cristina y su tía la infanta Isabel. Fueron los días en que se festejaba la coronación de Alfonso XIII como rey de España, concretamente el 30 de mayo de 1902, celebrada con asistencia de numerosos representantes de otras naciones e invitados de todas partes del mundo. Uno de ellos fue el Maharajah de Kapurtala. No nos extenderemos narrando -por sabida- la anécdota de su encaprichamiento con una cantante de variedades: Anita Delgado. Lo cierto es que la cubrió de rubíes y esmeraldas y se la llevó a la India para casarse con ella convirtiéndola en Maharani. 
  
              
La feliz y exótica pareja.


        La fallida reunión en Londres para efectuar las grabaciones gramofónicas no fue estéril. Allí se fraguó una Compañía que tomó forma poco después en Italia bajo la dirección de Arturo Toscanini. De Génova partió pues el Orione con destino a Buenos Aires. A bordo iba la mencionada Compañía formada entre otros por Caruso, la contralto Alice Cucini y el Barítono Mario Sanmarco, además de nuestro protagonista. La primera soprano era nada menos que Hariclée Darclée, quien en aquel momento estaba loca por el atractivo Eugenio Giraldoni.


Eugenio Giraldoni (1871/1924)


 


 

           
            Al día siguiente el buque hizo una breve escala de seis horas en el puerto de Barcelona, donde se permitió bajar a tierra a los pasajeros. Andrés invitó a Toscanini, a su esposa y a Sanmarco a almorzar en la ciudad. A continuación hizo de cicerone en un rápido recorrido por las zonas más populares. Vueltos al buque, y justo en el momento de pisar la pasarela de embarque, Andrés se encontró de bruces nada menos que con Paola di Monte, toda besos y expresiones de júbilo. Se había enterado del viaje de nuestro hombre y pretextando el consejo de su médico de cambiar de aires "incluso viajando a ultramar" había tomado pasaje para ir a Argentina con su adorado Segurola. Además, le esperaba un ventajoso contrato en un teatro de variedades de Buenos Aires. Lo cierto es que durante el viaje Paola se ganó con su simpatía a todos los miembros de la Compañía, e incluso consiguió leerle las líneas de la mano al no siempre accesible Toscanini. La travesía fue de las que hacían feliz a Segurola. Champán, naipes, flirteos, ratos de introspección mirando la inmensidad del mar y ratos de juerga. Cuando el buque pasó por el estrecho de Gibraltar, se encontraba con Paola en el puente admirando el paisaje cuando un numeroso grupo de colegas de ambos sexos, que también disfrutaba de las vistas, le abordó para que les explicara el porqué Gibraltar estaba bajo dominio británico. Aquí salió de nuevo el Segurola patriota que les relató largamente las circunstancias históricas del hecho con todo lujo de detalles. Finalmente les dijo: "Desde hace casi doscientos cincuenta años, esa espina inglesa está clavada en el costado de los españoles". 

        Una vez en Buenos Aires, donde la Compañía cosechó numerosos éxitos, Andrés acompañó a Paola a un médico especialista, el cual le diagnosticó una tuberculosis galopante, recomendándole reposo y aconsejándole que regresara cuanto antes a su hogar en España. A nuestro hombre le instó a que por su bien, evitase todo contacto íntimo con la joven. Paola envió un telegrama a su hermana Rosita para que tomase el primer barco y se reuniese con ella. Finalmente, se embarcaron ambas para España en el vapor Sirio. Hariclée ofreció a Andrés llevarla al puerto con su automóvil, evitándole así una cruel despedida. En su camarote esperaban a Paola flores y obsequios enviados por todos los miembros de la Compañía. La prensa Argentina dio cuenta de su marcha por razones de salud, lamentando  no haber podido admirar su arte. Andrés ya no volvería a ver a su gran amor: Paola falleció tres meses después.

        Terminada la estancia en Argentina, la Compañía regresó a Italia. Apenas puso un pie en Génova, Segurola recibió un telegrama en el que se le ofrecía trabajar en el Metropolitan de Nueva York durante la temporada de invierno. Aceptó de inmediato lleno de esperanzas. ¡Había escuchado maravillas de Nueva York y de su Metropolitan! No obstante, al día siguiente recibió otra oferta: la soprano Lina Cassandro le invitaba a unirse a ella para una gira, más breve, por los Balcanes que terminaría en Costantinopla. Su espíritu aventurero le animó a aceptar y -nos cuenta- fue una interesantísima y exótica experiencia. Una vez liquidado el compromiso, tomó un barco hasta Génova. De allí marchó a Milán con su abultado equipaje personal y profesional para trasladarse a París. Y de allí a Cherburgo, donde el 8 de diciembre de 1901 A LAS 10,30 de la mañana subió a bordo del buque La Champagne que le llevaría a Nueva York. En la ciudad de los rascacielos cambiará su vida por completo y le pasarán muchas cosas, pero de momento lo vamos a dejar cruzando el Atlántico.

     En la siguiente entrega continuaremos el relato. Hay dos más. (CLICAR EN "ETIQUETAS")

 


P.S.- Aún queda mucho que contar, pero este es el momento de manifestar nuestro agradecimiento a Maria Dolores García Farrell, de Cementeris de Barcelona, S.A. Gracias a ella hemos podido completar una buena parte del puzzle vital de Andrés Perelló.